Por Luis Luna León, desde México, especial para NOVA
Estuve parado en una plaza comercial. Era una tarde lluviosa y estaba esperando que terminase la tormenta para poder salir hacia mi destino.
Y era tanta la espera que me dediqué a ver a los que transitaban por los pasillos.
Todos caminaban como autómatas. Muchos en líneas rectas y otros caminando en ruedas eternas. Y nadie se fijaba en ello. Solo caminaban.
Lo más triste es que a veces yo también camino así. Viendo, pero no observando. Clavado en mi celular. Absorto en lo que dice la línea de tiempo de mi twitter o mi facebook.
Leyendo lo que otros piensan, pero sin darme cuenta que con ello dejo de pensar. Viviendo con sus estados la vida de mis contactos sin ocuparme en vivir la mía.
Y observando a esos que caminaban frente a mí, me di cuenta que unos caminan abrazando al amor del momento. A la pareja ideal. Entusiasmados con helados en mano. Emocionados en lo dulce del momento.
Pero también en esos pasillos transitaban los "caras tristes" y los menos –o quizá los más- caminando al lado de quién ya no los hace feliz.
Y me di cuenta porque ellos caminan más despacio y van sonriendo con los labios, pero con la tristeza en los ojos. Cada quién en su mundo, en su propia realidad.
Y de todos los que caminaban por ahí, nadie me veía. Nadie se daba cuenta de que yo, parado, casi frente a ellos, los observaba, los analizaba.
Y me di cuenta que ante sus ojos yo era un completo holograma. Me di cuenta de que para ellos, yo estaba en ese lugar sin estar.
Y al percatarme de ello, sentí ganas de ser invisible siempre. De que nadie me viera o me observara. ¿Para qué? No sé. Solo me dieron ganas de serlo.
Pero algo movió de pronto mi mente. Me metí en mis pensamientos. Recordé mi realidad y pude darme cuenta que estaba yo equivocado. Que en ese momento estaba deseando ser algo que en alguna ocasión en mi vida ya lo había sido.
Que los seres humanos a veces somos invisibles. Y siendo honesto, yo creo que es nuestro estado natural.
Recordé que, en el ayer, alrededor de una mesa, compartiendo con una pareja de amigos, observábamos al cantante del lugar.
Todos los comensales conversando, todos brindando, todos riendo o platicando el tema del momento. Todo pasaba en cada una de esas mesas. De todo platicaban los parroquianos.
De todo, menos del cantante. Y aunque el artista ponía su máximo esfuerzo para agradar al público presente, nadie lo observaba. Su voz era una simple música de fondo y su presencia un simple decorativo más del lugar.
Y los aplausos del público eran por una simple reacción al terminar la canción.
Y nadie se daba cuenta que para el cantante las cosas eran diferentes, ya que esos momentos eran la oportunidad para destacar, para decirle al mundo que estaba preparado vocalmente, que había ensayado muchas veces para estar ahí, ofreciendo su espectáculo.
Que no importó el haberse endeudado para comprar su traje fino y la corbata roja para ir vestido a la altura del lugar y de ese público. Porque para los comensales, el cantante era uno hoy y mañana podría ser otro. Para ellos no existía.
Y recordé las muchas veces que en el trabajo pones tu máximo esfuerzo para poder destacar. Y reflexioné que, en muchas ocasiones, eso no sirve de nada ya que para muchas organizaciones hay empleados que son invisibles. Son un simple número en la nómina.
Y así, sin importar la preparación que tengas y de lo destacado que seas en tu labor, en los recortes de personal, pareciera que somos invisibles. Nadie nos observó y lo peor: si nos vamos de la empresa nadie lo notará.
Que no importan los años de trabajo y de responsabilidad entregados a la organización si en la primera de cambio te despiden sin mediar justificación alguna.
Y a mi mente también vino lo que pasa en los noviazgos. De lo que muchas veces sucede. De la entrega de ambos pero que a veces, uno de los dos pone de más.
Que en la primaria, en la secundaria, en la preparatoria y quizá hasta en la universidad, el caballero es invisible para ellas, ya que la presencia del patán siempre roba más cámara y las hace voltear hasta enamorarlas de quién les abofetea el alma.
Y en los matrimonios las cosas son igual. Ahí uno de ellos cambia para apoyar al otro y sostener la relación. Que de nada sirve la ardua lucha que uno de los dos hace por conseguir dinero que no da la felicidad, pero si la tranquilidad momentánea.
De que no importa cuántos empleos tengas ni de lo cansado que te sientas por las jornadas laborales. Nada importa sino agradar al otro en un matrimonio.
Que no se valora lo que uno de ellos pudo conseguir porque siempre la pareja está deseando lo que tienen en la cochera de enfrente.
Que no importa que seas un buen padre, un esposo responsable y hasta un hombre con aspiraciones. Hay esposas que no lo ven. Porque prefieren una maleta llena de dinero y no de sueños.
Que no importa lo comprometido que estés. Que para tu pareja no importan tus sueños del mañana si no se traducen en dinero en el ahora.
Nada importa. Y a diferencia del cantante que recibe aplausos producto de una simple reacción del público, en un matrimonio los aplausos nunca llegan por parte de la pareja. Todo esfuerzo es invisible a los ojos del otro.
Pareciera que la vida es una señora muy huraña. Porque a veces el esfuerzo no se ve, nadie lo observa. En la vida todo se traduce en una simple fotografía de momentos.
Únicamente sonrisas y felicidad, porque nadie fotografía a la tristeza propia.
Y pareciera que para que ese pastel de cumpleaños llegase a la mesa del festejado nadie hizo nada. Que por arte de magia todo aparece frente a nosotros. Pareciera que lo que se tiene en una casa es obra de la divinidad porque para muchos nadie trabajó para ello.
Pareciera que cada cosa que poseemos nos la regalaran de la nada. Porque nadie se da cuenta que absolutamente todo es resultado de algo y de alguien. Y el que lo consiguió no existe. Es invisible.
Que no importa que seas una buena esposa, ya que hay esposos que no lo ven y respiran los aromas de otra cabellera.
Que no importa cuánto la mujer se conduzca en el matrimonio. Que no importan sus valores, sus cuidados, el esmero por ser una buena madre, una buena esposa. El hombre nunca lo ve.
Que no importa cuánto acompañó la esposa a su pareja en la época de crisis. Él se va cuando llega el dinero y la bonanza. Todo para él fue invisible por parte de ella.
Que no importa que seas un buen hijo, ya que para algunos padres el hermano mayor o el menor siempre es mejor.
Y con los amigos todo es igual. Ya que no importa lo leal que seas en una amistad a lo largo de los años, ya que tu amigo siempre prefiere al “sin escrúpulos” que conoció ayer.
Que no te das cuenta que mientras tú los consideras "tus amigos" y les ofreces apoyo, ellos solo ven en ti a quién les ayuda en su mundo laboral ya que te ven como su empleado ocasional.
Pero curiosamente, el día que se les deje de apoyar, el invisible se hará notar y todo mundo sabrá que fue un "mal amigo".
Y al darme cuenta de todo esto, me resulta irónico que yo desee ser invisible si muchas veces ya lo he sido.
Y es aquí en donde confirmo mi teoría, ya que he vivido cosas que fueron pasajes invisibles de mi vida que, curiosamente, yo mismo me perdí.
Así que mientras yo me tenga a mí y no me pierda a mí, que todo siga rodando.
Porque, así como hay personas que no se dan cuenta de nuestros actos, así como hay personas que no ven lo que somos, el trabajo que realizamos o lo que hacemos; la vida tarde o temprano nos hará saber que todo habrá valido la pena.
Tarde o temprano. Hoy, mañana o el día menos esperado, todo tomará sentido aún a pesar de los momentos en los que nos sentimos que nada tiene sentido.
Nunca debemos de perder la confianza en nosotros mismos. La vida es de insistir. De seguir a pesar de todo. Es válido que pasemos momentos invisibles. Lo que no se vale es que creamos que eso será eterno o permanente.
Insistir, insistir y siempre insistir. A eso venimos a la vida.
Por eso hoy sigo avanzando. Sin darme por vencido. Haciendo de mi realidad el mejor de los pretextos para caminar, para ser feliz y para vivir en paz.